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¡Adiós, Pedro Peix!

En la dedicatoria de su laureado libro de cuentos, “La noche de los buzones blancos”, Pedro Peix, escribió: a Tony Raful Tejada y a los parias Andrés L. Mateo y Carlos Sangiovanni: “Cuando muera, lleven mi cadáver a la cima donde se talla el dosel del viento, y desde allí, empújenlo con fuerza para que ruede nuevamente hacia la vida”.

Entonces, lo leí y le pregunté, ¿y quién te dijo Pedro, que te vas a morir primero que nosotros? Pedro Peix vivió su propio guión de vida con una intensidad manifi esta, en un medio totalmente abrupto e imposible de darle cabida en la dimensión de su obra y de su vida. Lo comprendió tempranamente. Nunca ocultó sus ideas sobre la vida, los procesos inconsecuentes del ser humano, sus debilidades troncales, sus pasiones. Era un diezmador de verdades establecidas.

Huía hacia adelante, como los iconoclastas, era un infi el soterrado de la historia, la impugnaba en los altares de la conciencia crítica. Creo que en algún momento eligió tener pocos amigos.

Amigos a quienes respetó sin estar de acuerdo necesariamente con sus criterios.

Su formalidad, su sentido tradicional del honor, sus propios convencionalismos individuales, su amplia cultura, les daban un aire de señor o fi - gura del “Renacimiento”, pero el medio no ayudaba, todo se diluía, símbolos y excrecencias minaban la idea tormentosa de cambiar la vida, como pedía el “poeta maldito” francés, Arthur Rimbaud.

Cuando no le fue posible coexistir, Pedro confesó su radicalización, contradictor de paradigmas. En la “Inquisición” hubiese sido incinerado en la plaza pública. En el tiempo de ahora, siempre ha bastado con ignorar la obra o con precisar supuestos o reales defectos.

Es el arma de la mediocridad y la mezquindad, reparar en todo lo que nos hace débil y superfl uo. Por ello la gente, sorprendida, lo veía pasar con su paragua, su vestimenta de épocas idas, su mirada altiva, su larga cabellera de Lord inglés, su paso fi rme sobre la calzada, mientras no veía a nadie sino al cielo o a los campanarios de la ciudad colonial. Era todo un trazado diario por las calles angostas, a veces en círculos, sin destino. Estaba creando la leyenda, viviendo un ciclo en el cual pretendía quedarse como un referente histórico cultural. Se apoyaba en su obra, amplia, creadora, de hermosa prosa, de lenguaje implacable, muy superior a todo el legajo de los “Vargas Vilas” y demás escritores contestatarios de siglos pasados.

Él era un intelectual cultivado, de luces, como pocos dominicanos. Sus cuentos son memorables, a la altura de los mejores cuentistas dominicanos.

Cuando Andrés L. Mateo regresó de realizar su doctorado de fi lología en la Universidad de La Habana, en los años 70, nos reunimos con Pedro Peix para crear el programa cultural más importante de aquel tiempo en la televisión dominicana, “Peña de Tres”. Pedro molestaba no solamente con sus escritos sino con su altivez. Para muchos acomplejados del medio, Pedro representaba el elitismo, pero no era cierto. Fue su estilo, su forma de armar la eternidad, de diseñar su espacio futuro, consciente de la brevedad existencial y su decepción de las ideologías esclerotizadas.

¿De dónde sacaba tanta rebeldía y beligerancia? Pedro mortifi caba la placidez de los indiferentes, la comedia existencial.

No concebía la organización humana ni sus valores. La veía como adefesio, como reino simulador, más que injusto, absurdo. Pedro fue aislándose de todos. Su vida se convirtió en un soliloquio existencial, pero no dejaba de ir a las librerías, de escribir. En un momento, él mismo distribuía sus escritos en buhardillas intelectuales y tertulias. Se regodeaba en su cultura, se sabía superior intelectualmente que muchos de sus contemporáneos.

Fue Andrés, quien un día, consciente de que el tiempo se aceleraba, llevó la propuesta del premio “Caonabo de Oro”, como un reconocimiento a Pedro Peix. Su discurso de aceptación del merecido premio a su obra, fue una palma de fuego, soliviantó a timoratos, escandalizó a los “tartufos”. Llegaba tardío pero llegaba, él, que debió ganarse todos los reconocimientos a tiempo.

Andrés sospechaba que la muerte se avecinaba. Nadie puede vivir con tanta soledad sin desvanecerse. Solamente el tácito acuerdo de vivir en el tramado de los encuentros, en la pródiga porción del amor, esa “coartada” como diría la poeta Soledad Álvarez, nos mantiene vivos. Últimamente nos veíamos esporádicamente, como quienes necesitaban distancias para seguir queriéndose o admirándose calladamente. Pedro escogió también su propia versión de sí mismo. Me recordó un texto del poeta Franklin Mieses Burgos: “La multitud que pasa me mira y se sonríe/y yo también sonrío/ pero sé lo que piensa/ En cambio ella no sabe que yo estoy construyendo/ con esas simples voces salidas de mis labios/la estatua de mi mismo sobre el tiempo”. “El Fantasma de la calle El Conde”, es una narración de orfebrería literaria. El fantasma que la recorre, el tesoro que guardaba, su novia, la ciudad, socavada y negada por el estiércol, la usura y el consumo ciego. Pedro era el caballero danzarín de las noches, amaba y odiaba tanto la ciudad. Ahora, él es, el fantasma que permanecerá en sus ladrillos y relojes de piedra, onírico, fabuloso, tenaz, temible, inmortal. Adiós, Pedro Peix.

Andrés, Carlos y yo, no dejaremos de empujarte ánima vital, espíritu libre, irreverente, deshacedor de entuertos, tejedor de metáforas y sortilegios, escritor de fuste.

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