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EL CORRER DE LOS DIAS

Volver a Nueva York

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MARCIO VELOZ MAGGIOLOSanto Domingo

Volver a Nueva York es siempre una manera de rescatar recuerdos que parecen imborrables. Eddy Nolasco Sánchez y yo subimos por vez primera a un avión de la compañía Pan American, con el sueño de que un día la dictadura desapareciera. Llegados al aeropuerto de New York, mi amigo Eddy y yo nos perdimos y sólo volvimos a encontrarnos una semana después, cuando decidimos dar, a su madre Josefina Sánchez , la noticia de que su hermano Nelson, había muerto de un posible ataque de epilepsia en el Manicomio donde había sido internado luego del asesinato de su padre, el teniente de la banda de música del Ejército Nacional, Papito Nolasco, por haber gritado !viva Fidel! en un bar de la parte alta de la capital. Ya en el areopuerto de Nueva York, Balduino Matos y Frank, su hermano, junto a Rosita Suazo, me recibieron alborozados.

Entonces mis amigos, sabiendo de esa fobia final que sufriamos los jóvenes dominicanos, me llevaron, sin decirme sus propósitos, al Parque Central, y allí Balduino me dio una palmada en la espalda diciéndome grita ´abajo Trujilloª. Miré hacia los alrededores y llegué a pensar que la arboleda, los bancos y los focos del alumbrado tenían oídos y estaban alertas a mi voz.

Me sentía como dentro de un acto ritual, un sueño; como quien estuviera al borde de una aquelarre a la cual vendrían brujas de todas las latitudes. El muchacho o casi muchacho que era entonces, no osaba gritar una frase que pudiera, hendiendo los aires, llegar a los oídos de la dictadura. Pero al decidirme a gritar a pulmón pleno, sentí eso que los antropólogos llaman rito de pasaje y fueron amigos hoy desaparecidos y dispersos, los que me abrieron la puerta para desarrollar una literatura en la que me he dedicado en parte a dar rienda a la imaginación sobre los efectos que produjera la dictadura en la mente y la vida dominicanas.

En mi novela titulada Materia Prima, me refiero al tema ya convertido en imaginario que nació de aquella realidad.

Hoy a cuarenta y cinco años de distancia y luego de aquella primera vez, al decir unas palabras de agradecimiento por el reconocimento de que he sido objeto por parte de los organizadores de la Novena Feria del Libro Domincano, me referí a la ayuda de esos amigos que trataron de hacerme la vida más llevadera consiguiéndome trabajo, dándome calor y ánimo, mostrándome la sensibilidad y el afecto que todo antillano lleva alma adentro.

Mencionaré a mi amigo Manuel Costa, algo mayor que yo, porque significó un ser especial, un hijo de marino portugués que habiendo vivido en Santo Domingo, terminó odiando la dictadura y fue uno de los sobrevivientes de Estero Hondo y Maimón cuando la fragata cubana decidió no desembacar parte de los invasores y retornar a Cuba ante el bombardeo masivo de la costa por los aviones de Trujillo. Un dominicano llamado Oriol Cruceta, en una partida de dominó, me aconsejó llegarme a las oficinas de migración y allí, luego de llenar un formulario, me entregaron mi tarjeta de emigrante. Entonces Manuel Costa, en casa de Yolanda Baco, una amable dominicana casada, creo, con Fernando Mota, otro sobrevivente del mismo grupo al que pertenecia Manuel, me dijo que cerca de la calle 14 había conseguido para mi un chance para lijar maniquies. Permanecí poco tiempo con la lija en la mano, después de un encontronazo con Boy, sobrino del jefe de la factoría, y me enrolé como pintor de brocha gorda en el picoteo que Manuel llevaba a cabo los sábados en New Jersey. Entonces me enteré de que la factoría de maniquíes era propiedad de un anti trujillista de apellido Franco, quien había salido del país apenas sin conocer la capital y que ayudó en muchas ocasiones a los domincanos con problemas políticos.

En 1961 llegaba a Santo Domingo derrotado y depresivo pero con el apoyo en mi país del novelista Teté Robiou Martínez, quien fuera a recibirme, pasé la migración y la aduana en un santiamén, Teté era sobrino de María Martínez y en un momento crucial para mi vida, me llevó donde el entonces Secretario de Estado de Educación, Miguel Ángel Jimenez, para aprovechar una vacante en la imprenta de la Secretaría. Allí sustituí, debido a su renuncia, al dramaturgo Franklin Domínguez quien era entonces director de la Revista de Educación.

Ahora, muchos años despues y mientras caminaba hacia el podio en el cual se me entregaría el galardón a mi obra de manos del Director de Cultura en la urbe más viva del mundo, el licenciado Cárlos Sanchez, yo recordaba aquella primera vez los consejos de un amigo ocasional cuyo nombre se quedó en mis adentros a pesar de lo breve de nuestra relación como el de Oriol Cruceta, con quien jugué dominó sólo una vez y me dio sabios consejos derivados de sus experiencias.

Entonces, ya en el podio hablé de la vida de los dominicanos durante mi estada.

Manifesté mi agradecimiento por su ayuda, casi como quien desea convertir la voz en vieja experiencia, proclame, !Viva Nueva York! , mientras lleno de orgullo, bajé lentamente del escenario ayudado por mi hija Nathalie y el amigo Rafael Peña, oriundo de Villa Francisca y cronista de deportes de vieja data.

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