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EL BULEVAR DE LA VIDA

Libertad con responsabilidad... como la una

Prohibido prohibir... (salvo tu ausencia...) A pesar de este infinito festival del mal gusto y difamación, de mediático “sicariato” y vulgaridad extrema que padecemos y nos abate a todas horas y en todo tipo de contenidos; a pesar de estos pesares, los dominicanos no debemos ceder a la tentación de celebrar la censura. Hablo de defender la libertad, pero con responsabilidad, porque sin ella pasaríamos entonces al fangoso terreno del libertinaje, el caos. (Uno condena la censura porque la experiencia enseña que el Poder con mayúscula comienza prohibiendo el concierto de una insufrible cantante de pubis alocado y obsesión fálica (ocurrió hace unos meses), censurando a tal o cual señor difamador mediático de profesión y oficio, y termina intentando prohibir que las muchachas vistan colalés en las bahías, o que apaguemos las farolas de La Zona para pintar de alegría los adoquines alguna noche, y que puedan los enamorados “subir al cielo”, como dice Joaquín, “desde el asiento de atrás de un coche. No).

Ahora que todo parece estar perdido, y ya sabemos que justicia postergada es justicia denegada (Margarita Cedeño, Claudio Caamaño y Jordi Veras bien que lo saben), justo ahora es buen momento para defender la libertad con responsabilidad; una libertad cuyo límite sólo sea la Constitución de la República, (...y quizás tu olvido). Pero si bien no debemos tocar la libertad, sí podemos defender la Justicia, la aplicación de las leyes, y que funcione un régimen de consecuencias imprescindible no tanto para saludar la civilización como para evitar la barbarie. En eso de la barbarie y la arrabalización callejera o institucional estamos los dominicanos, porque la mayoría de los problemas nacionales tienen que ver con la demostrada incapacidad del Estado para aplicar las leyes, o aplicarlas sólo a conveniencia. Lo hemos dicho tantas veces: muy mal anda institucionalmente un país donde las leyes sólo son vulgares instrumentos de coerción y chantaje para jorobarle la vida al hombre de trabajo que tiene que, por ejemplo, pagar (porque una ley así lo manda) adelantos de impuestos (anticipos) a unos ganancias que la autoridad dedujo que, tal vez, quizás o posiblemente recibirá el año en curso; hablo de un AMET que aplica la Ley de Tránsito al ciudadano decente (ese de mucho “por favor” y “gracias”), pero a quien sus jefes le prohíben aplicarle la misma Ley a un chofer si es miembro del empresariado terrorista del volante, que anda en un vehículo de tres colores, sin puertas ni cristales y sin más Revista que la ¡Ahora! o Playboy.

Como la una Justo en la era de las comunicaciones, cuando conversamos con Singapur con mayor facilidad con la que hace 10 años hablábamos con Barahona; justo ahora, estamos más aislados y solos, terriblemente solos...como la luna. Paradojas de la vida: los satélites y la internet con sus redes que “trujeron”, nos han acercado a lo lejano y nos ha alejado de los más cercano y fundamental, y por fundamental principal. Las redes nos informan de lo remoto y nos hacen ignorantes de lo más íntimo y cercano, los vecinos por decir. Hoy, nadie está tan abandonado en su soledad, como quien está siempre bien comunicado. Accedes a Internet y te enteras de los últimos cuernos reales de Buckingham o California; del penúltimo escándalo sexual de Hollywood, pero no sabes que Doña Mercedes, la vecina, tiene gripe; que Miguel y Leonora se mudan, y que en el apartamento de al lado vive desde hace seis meses una vieja amiga. No hay que dar la espalda al siglo de las comunicaciones, pero es bueno tomar precauciones: “Accese” a su cuenta de Gmail, encienda el acondicionador de aire por Internet, entre a Facebook, utilice el WhatsApp”, supervise la obra con la cámara del Ipad, o controle el mundo desde su IPhone, pero que tanta tecnología no le impida celebrar la amistad en una peña de entre martes, “ni atreverse a navegar entre amaneceres/ en el mar revuelto de un cuerpo/ que bate sus olas gemelas hacia la corriente de un faro/ que alumbran unos verdetristemar, por supuesto”, que escribió mi dilecto Joaquín Umbrales, en un bar de Cádiz de cuyo nombre sí quisiera acordarme ahora.

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