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¡Aristy había muerto mucho antes!

Es haber estado ahí en el momento preciso, en el instante justo, ni un minuto antes ni después. Fulgencio Batista en agosto de 1933, a raíz de la caída de la dictadura de Gerardo Machado en Cuba, y la instalación de un nuevo gobierno presidido por Carlos Manuel de Céspedes y Quesada, era sargento del ejército cubano, muy por debajo de todo el escalafón militar, sin liderazgo, pero estuvo ahí, cuando semanas después, el 4 de septiembre, el poder deambuló por las calles de La Habana, desmoronándose el gobierno provisional, y entró al Cuartel. Batista no pidió permiso a sus superiores, lo empuñó y se hizo actor principal de aquel Golpe de la subversión castrense caribeña, llamado la “Revolución de los sargentos”.

¿Cómo fue posible que un sargento pasara por encima a los capitanes, mayores, coroneles y generales del ejército cubano? Lo explica el vacío. Cuando se produce un vacío político, el azar lo llena de inmediato. El héroe, mártir y líder de la gloriosa revolución constitucionalista del 24 de abril de 1965, coronel Rafael Fernández Domínguez, no le permitieron entrar al país en el momento en que estalló ese movimiento histórico, y delegó en el coronel Miguel Hernando Ramírez, su representación, delegación que había sido consignada en caso de ausencia de Fernández. La revolución no estaba supuesta a iniciarse el sábado 24 de abril. Hernando era intrépido, leal al compromiso contraído con el coronel Fernández Domínguez. Circunstancias y casualidades provocaron una súbita enfermedad, 72 horas después del 24 de abril que inhabilitó a Hernando en la supremacía del mando militar de la revolución. El presidente José Rafael Molina Ureña, jefe de la conspiración con los militares y presidente constitucional, luego de sostener una firme posición de defensa de los principios constitucionalistas, se vio en soledad militar y política, luego que los bombardeos infernales sobre el Palacio Nacional, la cabeza del Puente Duarte y varios puntos estratégicos de la ciudad de Santo Domingo habían minado la moral de los jefes militares constitucionalistas provocando una deserción masiva de militares. Molina bajo presión, acudió a la embajada norteamericana a buscar una mediación o solución negociada de la crisis, escenario donde el inefable embajador William Tapley Bennett, humilló a los constitucionalistas, provocando la estampida final de la gran mayoría de los militares y colaboradores civiles. Con el presidente constitucional, Molina Ureña, asilado, con el jefe militar en el país, el coronel Hernando Ramírez, enfermo, con el coronel Fernández Domínguez fuera del país, desesperado por regresar e integrarse a los combates, se produjo el vacío que fue llenado por el coronel Francisco Caamaño, y por el pueblo llano, verdadero héroe de la batalla del Puente Duarte, donde fue derrotada y aniquilada la tropa élite del Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas (CEFA), con el auxilio de un grupo exiguo de militares constitucionalistas encabezados por Francisco Caamaño y Manuel Ramón Montes Arache.

En aquel momento el mando civil de la revolución estaba desierto. Y ahí apareció un joven de 32 años, llamado Héctor Aristy Pereyra. Nadie lo llamó. Nadie lo buscó. Todavía peor, para algunos era sospechoso, porque era el Secretario General del Partido Liberal Evolucionista, presidido por el héroe nacional Luis Amiama Tió, que no era pro-Bosch. Se presentó ante el mando constitucionalista con una fiebre de 39 grados, poniéndose a disposición de la revolución democrática, sin condiciones, diciendo que llegaba como soldado dispuesto a vencer o morir junto al pueblo.

Aristy había sido exilado muy joven de la dictadura y hubo de regresar tras la muerte del tirano, integrándose a la lucha contra los remanentes liderados por Ramfis Trujillo. En abril del 65 se convirtió en una figura principalísima de la guerra, el Ministro de la Presidencia, el hombre inseparable de Caamaño, cuya presencia al lado de Caamaño molestaba en grado sumo al embajador John Bartlow Martin. En una entrevista a la desaparecida revista “Life en español”, se le describió en aquellos días, como un contertulio encantador, que hablaba francés e inglés con soltura, seductor, analista, escribiente de poemas. Pero Aristy era más que eso, era un patriota de una sola pieza, un dominicano digno.

Acaba de morir en estos días, pero en realidad ya había muerto hace algunos años, para este tiempo de la simulación, del fraude y la desesperanza. Conversaba con él en las caminatas del parque Mirador en algunos atardeceres, cuando ya estaba flagelado por varias enfermedades, y me expresaba su desacuerdo con el presente, evocaba la idea posible de vivir en la utopía, de regresar a ella, aquel territorio de luz y plomo, donde la Patria se hizo más hermosa y donde los hombres y las mujeres vivieron la parte más generosa, más desprendida, más ética, más gallarda y más revolucionaria de la historia del siglo veinte.

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