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COGIÉNDOLO SUAVE

Exagerado comercialismo

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Mario Emilio PérezSanto Domingo

Mi padre mantuvo un negocio de lavandería en el barrio capitaleño de Villa Consuelo durante más de treinta años.

Y en el período de mis vacaciones escolares me llevaba allí para que lo ayudara a atender a su clientela.

Una frase que mi padre me repetía con frecuencia era que los clientes de la pequeña empresa eran más importantes incluso que él, ya que ellos proporcionaban a nuestra familia lo necesario para cubrir sus gastos.

Y señalaba además que debíamos agradecerles el que prefirieran utilizar los servicios de su lavandería a los de la competencia.

Pero ante palabras y actitudes impertinentes o irrespetuosas de algunos clientes, con dieciocho años de edad y mi formación hogareña machista, puse en duda la infalibilidad que mi progenitor les atribuía.

Y me propuse enfrentar la agresión verbal de cualquiera de los que, según afirmaba papá, costeaban totalmente nuestros gastos.

Siendo yo el primogénito del comerciante y cursando el bachillerato, era obvio que ninguno de sus hijos producía dinero por realizar alguna jornada laboral.

Uno de los habituales visitadores del establecimiento era un hombre de mediana edad, que examinaba con exasperante meticulosidad la ropa que iba a buscar, y la mayoría de las veces formulaba ácidas críticas sobre su apariencia.

-A esta camisa parece que cuando la plancharon, algún sinvergüenza la estrujó posando sus nalgas sobre ella- le escuché decir un día con la mirada fija sobre una camisa planchada de impecable blancura.

No pude contener la risa, y el autor de mis días esbozó una sonrisa mientras recibía el pago del servicio y el recibo correspondiente de manos del exigente habitual de la mini empresa.

Otro cliente, un joven con exceso de estatura y escasez de carnes, era amante de las bromas de palabras, a las que mi padre respondía en algunas ocasiones con sonrisa forzada por su carga de vulgaridad.

El tipo no me caía bien, por lo que evitaba a toda costa sostener conversación con él cuando me dirigía la palabra.

Una tarde en que crucé por su lado para buscar un vestido cuyos datos aparecían en el recibo que me entregó una bella jovencita, el pesado bromista, en cuyos ademanes femeniles había vislumbrado a un posible degustador de carne de cocote, me manoseó los glúteos.

Ante su osadía, le disparé un severo puñetazo en el rostro, y segundos después estábamos liados a puñetazos.

Sin averiguar el motivo de la pelea, papá me expulsó de la lavandería, y cuando llegó a casa dijo que los clientes tenían la razón hasta cuando actuaban como cundangos.

Con el machismo imperante en la década del cincuenta, me negué a seguir yendo a la lavandería durante un par de semanas.

Y el viejo siguió insistiendo en la veracidad de su teoría de comerciante, porque el agarrador de fundillos masculinos no volvió a la lavandería.

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