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EL CORRER DE LOS DÍAS

El enterrorio

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Marcio Veloz MaggioloSanto Domingo

Me le fueron echando tierra. Y yo sentía que entre los pegotes de barro iban también piedras que sonaban como truenos sobre el ataúd. El más pequeño me gritaba mama, no dejes que lo entierren, qué haremos ahora sin nuestro pai. Yo, silenciosa, no me atreví a contestarle. Detrás de nosotros estaban los cuatro soldados que trajeron al muerto y lo colocaron primero en la puerta del cementerio dentro de la caja de pino antes de llevarlo a nuestro bohío. Nosotros nunca creímos en soldados desde que al abuelo lo machetearon cerca de la frontera confundiéndolo con un haitiano borracho de clerén. Ya para esos años teníamos miedo. Muchos llamados rayanos, como el abuelo, murieron sin razón. Se iniciaron a escondidas entrenamientos para ayudarnos a decir perejil porque el que lo decía mal lo macheteaban, y hasta a los que siendo dominicanos no dijeron claramente la palabra, los llevaron a la fortaleza para interrogarlos. ¿Cómo iba a explicarle al niño que se decía perejil y no pedejil, porque pocos habíamos aprendido con mucha suerte a poner la “erre” cuando se hablaba con la “de” entre los labios? ¿Cómo iba yo a explicarle al niño que un hombre dentro de un ataúd no vale nada y que a veces una palabra mal pronunciada también mata? Dijo uno de los soldados que lo encontraron muerto cerca de una cañada y que vino la guardia para averiguar quién carajo lo había matado. Primero llegaron con el ataúd a casa y lo colocaron encima de la mesa de caoba, diciéndome que a Remberto lo habían asesinado y que estaban con nosotros para ayudarnos a darle sepultura. Comadre, fue usted la única que me hizo un gesto que consideré una negación de lo que decía el soldado. Cuando me dijeron que sabían que Remberto era un gran colaborador del Generalísimo y de su política, y que quien lo mató de una estocada en las costillas debió ser enemigo del régimen, comencé a dudar. Remberto nunca se inscribió en el Partido Dominicano, y en la casa no hablaba de política. A mí me dijo una vez que luego de la muerte del abuelo trataba de no tocar ese tema porque era peligroso, no fuera a ser que uno de los muchachos soltase la lengua y nos embarrase a todos. Me le fueron echando tierra, comadre. Ya usted vio qué poca gente vino al entierro. Los muertos que mueren bajo sospecha solo traen moscas y silencio. Rembertito lloraba y me preguntaba si era cierto que a los muertos los quemaban allá en la capital, donde había hornos para eso. Le contesté que sí, pero que a los muertos cuando los queman también se les quema el alma y que el alma hecha humo, se vuelve como loca, y empieza a convertirse en nube para irse al cielo, y que si se convertía en polvo ya no podría venir donde sus familiares cuando éstos la llamaban para darle oraciÚn. Me le fueron echando tierra comadre, y alguien mientras lo enterraban me dijo que había escuchado en la orilla del río disparos de escopeta. Entonces, como el cementerio estaba cerca de la casa me fui a la habitación y vi que la escopeta de Remberto no estaba colgada en donde debía de estar. Mientras corría mi comadre me gritaba que si me había vuelto loca. No, le dije, es que tengo un pálpito. Como los guardias eran los encargados de echarle la tierra habían, dizque por respeto a la viuda, que era yo, suspendido el sepultamiento, a mi regreso ninguno se atrevió a preguntarme la razón de mi vuelta a la casa. Pero creí bueno decir que me habían entrado ganas de orinar, y no quería levantarme la falda enfrente de desconocidos. Mama, no dejes que lo entierren. Rembertito volvía con el sonsonete. Mama, cuando abrieron el ataúd para quitarle su cédula, yo le vi mover un ojo y me pareció que pestañeaba. Me le fueron echado tierra, pero en un momento pensé que Rembertito podría tener razón y me abalancé contra el militar, le arrebaté la pala y lo golpeé. : --¡La Comadre se ha vuelto como loca!, dijo el compadre Cipriano, primero se va dizque a orinar y ahora ataca a un militar. Volvieron a echarle tierra, comadre. Rembertito y su tío Luis fuimos en la noche y escarbamos para ver si el cadáver aun vivía, pero ya Remberto no estaba en su féretro. Quitamos del promontorio la cruz, y volvimos a la casa. Allí, donde estuvo colgada su escopeta colgamos la cruz de campeche que goteaba su tinta, porque el campeche lagrimea cuando lo cortan. Desde entonces guardo luto cerrado hasta que un día sepamos dónde lo enterraron, entonces podremos llevarlo a la tumba donde rasposa el abuelo.

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