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PEREGRINANDO A CAMPO TRAVIESA

La disyuntiva crucial

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Manuel P. Maza Miquel S.J.Santo Domingo

¿Podía la jerarquía y el clero católico dialogar con el liberalismo en los inicios del siglo XIX? Tomemos el caso de Francia, entonces un país todavía mayoritariamente católico. Desde 1815, las vocaciones al sacerdocio y la vida religiosa aumentaban en Francia. Las congregaciones religiosas dirigían obras educativas y caritativas. Pero ni el clero, ni la jerarquía ni la mayoría de los laicos católicos tenían la capacidad para entablar resueltamente el diálogo con los liberales franceses. En aquellos años, “se vivía una sociedad más libre de prejuicios y tradiciones, más desenfadada y optimista, mucho más laica y plural”. Burgueses, intelectuales y buena parte del pueblo compartían este talante, pero también los prejuicios de los liberales contra la Iglesia a la cual juzgaban enemiga del progreso y de la modernización. Todos los centros de poder de Europa se encontraban ante dos posturas, unos querían volver a la situación anterior a 1789 y otros veían en la nueva situación una oportunidad para realizar los cambios necesarios. La postura de los que no querían ningún cambio se puede resumir con una frase del ex obispo, diputado revolucionario, ministro de Napoleón, Príncipe de Benevento y ministro de Luis XVIII, Charles Maurice de Talleyrand Périgord (1754ñ1838). En 1815, al contemplar la actitud de la nobleza que regresaba a Francia, luego de la caída definitiva de Napoleón Bonaparte, Talleyrand se quejaba: estos nobles se comportan como si no hubiera pasado nada en Francia, esta gente “no ha aprendido nada, ni ha olvidado nada.” Ésta había sido la actitud de León XII (1823ñ1829) en su política interna italiana. Algunos de sus súbditos lo rechazaron tanto, que a su muerte corrió de boca en boca este epigrama: “Tú nos has causado tres decepciones, ¡oh, Santo Padre!: aceptar el papado, vivir tanto tiempo, morirte el martes de carnaval. Es demasiado para que seas llorado.” La postura de los que veían los cambios como algo absolutamente necesario se puede sintetizar con esta frase del cardenal Consalvi: “No ceso de recordar que la revolución, tanto en el campo político como en el moral, ha sido como el diluvio en el físico, cambiando completamente la tierra [...], de forma que decir esto o aquello no se hacía antes, que no se debe cambiar nada, y cosas semejantes, son errores gravísimos, y que, finalmente, una ocasión semejante de reconstruir, ahora que todo parece destruido, no volverá más” (Juan M Laboa, Historia de los Papas, 2005, 413). El gobierno inglés así lo había comprendido cuando en marzo de 1829 concedió por primera vez en varios siglos, derechos electorales a los católicos. Ahora podían votar y ser electos. La elección Pío VIII (1829ñ1830) significaba el deseo de los cardenales de una postura más abierta al diálogo. El papa mostró su moderación al caer la monarquía de Carlos X, con quien la jerarquía se había identificado. Pío VIII reconoció al nuevo gobierno francés y pidió a los obispos que “exhortasen a los fieles a la obediencia”. Tres alzamientos de pueblos católicos, Irlanda, Bélgica y Polonia, colocarían a Pío VIII en una disyuntiva terrible: apoyar a los católicos, o asumir la postura legitimista del Congreso de Viena. La Santa Sede apoyó a los monarcas. El encargado de las relaciones exteriores de Pío VIII, cardenal Albani, llegó a calificar de “monstruosidad” la alianza de los católicos belgas con los liberales. Esta alianza les alcanzaría la independencia. Pocas semanas antes de su muerte, 30 de noviembre de 1830, Pío VIII tuvo la alegría de ver cómo la Iglesia de los Estados Unidos reunida en su primer concilio plenario de Baltimore desplegaba su vitalidad. Era una Iglesia libre de toda alianza con el estado, caso único entonces. La guerra entre liberales y conservadores cruzaba por el medio de la Iglesia.

EL AUTOR ES PROFESORASOCIADO DE LA PUCMM

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