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El drama silencioso del 11 de julio en Cuba: Dos años después, hablan los familiares de los presos

El Gobierno cubano, que denunció que las protestas fueron orquestadas desde el exterior, ha insistido en que en todos los casos se ha seguido el debido proceso, pese a las denuncias de ONG y familiares en este sentido.

Protestas en Cuba del 11 de julio de 2021

Protestas en Cuba del 11 de julio de 2021Getty Images

Anay Hernández se aferra con tristeza a su biblia cuando lee en voz alta una de las cartas de su hijo Adel, preso tras las manifestaciones del 11 de julio de 2021 (11J) en Cuba y, como ella, ferviente cristiano: “Maldito el día en el que nací (...) Dios no está conmigo”.

La mujer, de 55 años y con dos infartos cerebrales, acomoda la pila de misivas en la mesa de la cocina de su casa, en un barrio popular del municipio de Regla (La Habana). En ellas se puede notar cómo la esperanza de Adel de la Torre, de 27 y menor de dos hermanos, se desvanece poco a poco al paso de los meses.

También proyectan la sensación de impotencia de este joven, condenado a siete años de cárcel por desórdenes públicos y desacato en relación a las mayores protestas que ha registrado Cuba en décadas, unas manifestaciones en su gran mayoría pacíficas y espontáneas, de las que esta semana se cumplen dos años.

"Simplemente estuvo en el lugar equivocado a la hora equivocada", relata su madre a EFE, quien asegura que su hijo fue detenido cuando se dirigía a la casa de la abuela. De la Torre siempre ha negado los cargos.

El joven, cuenta su madre, sufre de esquizofrenia y, antes de ser sentenciado, atendió como camillero a víctimas de la explosión por un escape de gas del Hotel Saratoga, en mayo de 2022, en la que murieron 47 personas y decenas resultaron heridos.

Él es una de las más de mil personas detenidas por las protestas, según el recuento de ONG como Prisoners Defenders y Justicia 11J. Más de 700 han sido ya condenadas, en ocasiones a penas de hasta 30 años de cárcel por el delito de sedición.

El Gobierno cubano, que denunció que las protestas fueron orquestadas desde el exterior, ha insistido en que en todos los casos se ha seguido el debido proceso, pese a las denuncias de ONG y familiares en este sentido.

INCOMUNICADOS Y LEJOS

Marta Perdomo, de 59 años, no pudo hablar con sus hijos Nadir (38) y Jorge (39) durante sus dos primeros meses de arresto a raíz de las manifestaciones del 11J. Y no logró verlos hasta pasados cien días.

Durante ocho meses, los hermanos Perdomo estuvieron en cárceles separadas (ahora están en la misma), ambas en direcciones opuestas y a decenas de kilómetros de la casa familiar, en el municipio de San José de las Lajas (occidente).

"Ha sido una tortura muy grande. Es un sufrimiento que no ha acabado", cuenta a EFE en una entrevista telefónica.

Nadir y Jorge cumplen ahora sentencias de seis y ocho años, respectivamente, por desórdenes públicos y desacato en una cárcel a unos 30 kilómetros de la cocina en la que antes, todos los días a las cuatro de la tarde, tomaban el café con su madre.

Para visitarlos, su madre ha llegado a gastar 7.000 pesos (unos 58 dólares, al cambio comercial oficial), casi el doble de un sueldo medio en Cuba. Una labor titánica para ella, que trabaja como costurera de barrio.

Así también lo ha sufrido Ana Mary García, de 57, madre de Brenda Díaz, mujer trans de 29 años que cumple una sanción de 14 años y siete meses en la sección masculina de una prisión para personas con VIH por desórdenes públicos, sabotaje y desacato en relación con las protestas del 11J.

García, también costurera, vendió su máquina para poder costearse los viajes a la cárcel, casi 80 kilómetros de domicilio, en Güira de Melena (occidente). Para el transporte ha llegado a pagar 8.000 pesos.

Estos precios, disparados por la falta de combustible y la perenne crisis del transporte, calan profundo en familias que viven con sueldos por debajo de los 40 dólares mensuales.

“La fuerza me la da el amor que le tengo a mi hija y, cada día que veo que le pasan más cosas, eso me da la fuerza para seguir adelante”, subraya a EFE por teléfono García, que ha denunciado golpizas y malos tratos a su hija en prisión.

Pero los problemas no solo están en el coste del transporte. “No sólo es el viaje, sino lo que hay que llevarles (comida y medicinas)”, agrega Perdomo.

Eso también lo ha resentido Hernández quien enseña una bolsa casi vacía de chícharos y lamenta que en los últimos días ha comido “arroz solo”. Reconoce que ha tenido que pedir dinero prestado a vecinos para llevar algo a su hijo.

FAMILIARES Y ACTIVISTAS

Ver a sus hijos tras las rejas convirtió a Perdomo en activista e, inmediatamente, en persona de interés para el Ministerio del Interior de Cuba.

"Yo siempre le he dicho a la Seguridad del Estado: ustedes tienen la solución en sus manos. Devuélvanme a mis hijos y yo me callo", asegura Perdomo.

Y no es la única: casos como el suyo se repiten en la geografía cubana. Familiares transformados en activistas, citados por la Seguridad del Estado e incluso detenidos por expresar su malestar por los procesos judiciales, las sentencias y el trato en la cárcel a sus seres queridos.

Para García no hay alternativa dado el grado de indefensión en que se encuentra su hija.

GOLPES EMOCIONALES

García también describe los momentos en los que puede ver en la cárcel a su hija trans como dolorosos. Lo más difícil, asegura, fue “verla rapada”. “Estar en una prisión de hombres y rapada fue un daño que sufrimos todos”, rememora.

El dolor también se vive en hogares con un padre en la cárcel. Saily Núñez, de 35 y pareja de Maykel Puig, condenado a 12 años, describe a EFE cómo el encarcelamiento de su marido golpeó con fuerza a su casa.

“Maykel era el eslabón fundamental, el sustento de nuestra familia, de mis hijos. Yo me quedé sola. Todo ha sido un caos, se le extraña en todo. Cuando mis hijos se enferman me ha tocado ser mamá y papá”, relata.

Núñez apunta la vez que a su marido no le dejaron ver a sus hijos, a pesar de tener la visita programada en la cárcel, y habla de tortura psicológica.

Hernández recuerda otros momentos similares, como cuando no le permitieron abrazar a su hijo la primera vez que lo vio tras su detención.

Mientras toca el crucifijo que cuelga de su cuello relata que él ya ha intentado quitarse la vida dos veces. “Mi mayor miedo es que me lo terminen matando”, concluye con voz quebrada. 

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