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COSAS DE DIOS

Hablo mal de Dios

Estaba sentada en la iglesia durante una misa. Una señora había colocado, justo frente a mis ojos un libro cuyo título es “¿Y tú, quién dices que soy?”. Me sentí interpelada. ¿Quién digo yo que es Dios?, me cuestioné. Y, cuando quise articular una definición, comprendí que la pregunta, que le hizo Jesús al apóstol Pedro hace más de dos mil años, en mi caso, no se refiere al concepto que tengo de Dios sino a lo que yo digo que es Él con mis acciones.

Desde esa óptica, debo admitir que hablo muy mal de Dios. Son tantas mis miserias, mis debilidades, que resulto un punto débil, fácil de atacar, para el Señor. Como el padre ejemplar que tiene un hijo descarriado y, entonces, su enemigo puede señalar hacia ese hijo cuando se refiere a sus frutos.

No acabo de aprenderme la lección. Hablo mal de Dios cada vez que me dejo llevar por la ira, por la soberbia o la falta de humildad. Cada vez que no me detengo a mirar la necesidad del hermano y dejo pasar la oportunidad que Él me brinda para ayudar a otros.

Cada vez que juzgo sin tener la más mínima base para entender qué pasa en el corazón del prójimo, el amigo, el familiar o el extraño, o cuáles hechos motivaron su forma de actuar. Cada vez que no perdono, no setenta veces siete, como manda Jesús en el Evangelio, otra vez a Pedro, sino una sola vez.

Hablo mal de Dios, cada vez que pospongo las encomiendas que ha puesto en mis manos como si, de todas las cosas, fuesen esas, las únicas que en realidad valen la pena, las que pudieran esperar.

Lo que yo digo de Jesús, con mis impulsos, fallas y pecados, no es que el reconocimiento de su presencia en mi vida la ha transformado, le ha dado alegría, paz, seguridad, sentido y certeza. En realidad, todavía mis actos no hablan de Dios, de quien hablan es de mí.

Mis acciones cuentan que aun divago entre mi carne y mi espíritu, que soy de dura cerviz, que no aprendo tan fácil ni tan rápido y, por lo tanto, lo que digo de Dios no es justo. No se corresponde con su grandeza, sino con mi pequeñez. Nada tiene que ver con lo que Él es y con lo que ha hecho por mí. Que es muchísimo más grande que lo que yo, desde mi miseria, puedo reflejar.

De manera que cuando mis actos, o los de cualquiera que se dice cristiano, hablen mal de Dios, recuerde que eso es lo que esa persona, o nosotros, decimos de Él, pero no refleja lo que es Dios en verdad. Así como cuando alguien habla de usted, aunque se trate de un hijo suyo, muchas veces, no tiene razón alguna en lo que dice.

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