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COSAS DE DIOS

Dios y los secretos

Uno de los momentos más desafiantes de mi vida ocurrió el año pasado cuando participé en un retiro de comunidades. Frente a decenas de personas, ofrecí mi testimonio particular sobre la experiencia de aquellos tres días. Era la primera vez que hacía algo así pese a que he participado en retiros desde la adolescencia y, en los últimos años, con mucho más regularidad. Me encantan porque en todos, aun en los que menos, he recibido muchas bendiciones.

Pese a ello, una vergüenza visceral me había mantenido sentada cuando invitaban a que los participantes contásemos sobre el encuentro personal con Dios que se da en esos espacios de reflexión tan especiales.

Aquel día, Dios me ordenaba levantarme. Fue una prueba de fuego. Quienes me conocen se extrañarán de leer esto, porque acostumbro a hablar en público, incluso como maestra de ceremonias, profesora universitaria y facilitadora de talleres.

Pero es que se trataba de mostrar mi fragilidad. Como le ocurre a muchos, temo quitarme la careta de perfecta, esa que nos ponemos para ver si logramos la meta imposible de gustarle a todo el mundo, y admitir las miserias y los miedos internos. De hecho, pararme ante todas aquellas personas y hacerlo ante un solo hombre, un sacerdote, para confesarme, me resulta igual de duro. Por eso, dejo transcurrir el tiempo entre una confesión y otra.

Cada año, llego a la Cuaresma con la necesidad del Sacramento de la Reconciliación. Por suerte, siempre aprovecho el acto penitencial que realizan en mi parroquia. Este año, fue especialmente duro tomar la decisión de confesarme, hasta que una amiga me condujo hacia el religioso destinado por Dios para oírme esa noche.

El padre Emiliano Tardiff decía que si creemos a Jesús cuando le dijo a los apóstoles que a quienes les impusieran las manos serían sanados, también debemos creerle cuando les dijo: “A quienes les perdonen los pecados les serán perdonados y a quienes se los retengan les serán retenidos”.

Tardiff señalaba, además, que los sacerdotes no absuelven los pecados en nombre de ellos sino de Dios, por lo tanto, es Dios quien nos libera de esas cargas. Y que cuando los creyentes dejan de confesarse, los consultorios de los psiquiatras se llenan porque a alguien necesitamos contarle lo que nos atormenta. Es cierto.

Esa confesión de hace unos días, sobre la que tuve dudas hasta el último minuto, no pudo ser más sanadora y liberadora. Del mismo modo que lo fue dar aquel testimonio público sobre lo que es sentir el amor de Dios restañar tus heridas. En ambos casos, el testimonio y la confesión, abrimos una ventana a la oscuridad de nuestras almas y por allí se cuela la luz que ilumina las tinieblas internas. Porque Dios no quiere nada con los secretos. Jesús es la verdad revelada.

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