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COSAS DE DUENDES

Retornar a casa

¿Se imagina a un niño que decide marcharse de su casa porque comete faltas que sus padres le señalan y sancionan? ¿Que entienda que ya no debe vivir en ese hogar, que no se merece el cuidado, los mimos, los regalos y el techo que le ofrece su familia debido a su bajo rendimiento escolar? ¿O porque siempre deja la toalla sobre la cama en lugar de colgarla?

Es probable que le inspire compasión la ingenuidad de esta criatura, pues no comprende que las correcciones de sus padres no significan, en absoluto, disminución de su afecto. Menos aún que él no sea merecedor de ese amor. Podría sentir hasta asombro, al saber que este pequeño interpreta como una descalificación las fallas que son propias de su crecimiento.

Ante un caso así, usted se apresuraría a decirle que está equivocado, ¿cierto? Que sus padres le aman más que a nada. Le explicaría que no importa cuánto le regañen, representa un tesoro inapreciable. Pues, esa misma confusión, que experimenta este niño, le ocurre a los creyentes en su relación con Dios.

Nosotros nos descalificamos y nos decimos que no somos dignos de llevar su mensaje porque hemos cometido muchas faltas. Que no nos merecemos su amor y que, por eso, nuestro testimonio no será válido. Creemos, como el niño que deja la toalla en la cama, que esos errores harán mermar el amor que Dios nos tiene.

Pero andamos tan perdidos como el niño imperfecto a quien sus padres siguen amando. Y si, decepcionado de sí mismo, hace su maletita para marcharse, lo habrán de detener en la puerta rogándole que se quede. Le explicarán que sus correcciones no significan que no le aman. Y que sus fallas tampoco indican que él no sea valioso. Que ambas cosas son propias de un crecimiento que los ayuda a ambos, padres e hijos, en la construcción del amor que debe sostener a una familia. Y, claro, de esa misma manera actúa Dios. Si pertenecemos a su pueblo, al presentir nuestra escapada, coloca a alguien en la puerta para que nos detenga. Para que nos diga que al equivocarnos, si lo reconocemos, no pasa nada. Que lo malo es el orgullo que no nos deja perdonarnos. Que nuestro testimonio de fe es importante y cometer un error es una posibilidad perenne en la existencia terrenal. Que, de hecho, a cada segundo podemos errar pero, por igual, enmendarnos. Y así como el niño al que sus padres saldrían a buscar al fin del mundo, su amor nos seguirá a donde vayamos para hacernos retornar a casa.

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