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Los raros

El símbolo humano e intelectual mayor de Moca. El último sobreviviente de la llamada Generación del 48.

El símbolo humano e intelectual mayor de Moca. El último sobreviviente de la llamada Generación del 48.

Conocí al poeta por sus vesos. Alguien mostró uno de los pocos textos que publicó durante su juventud. Era extraño aquel simbolismo propuesto en forma de metáforas, y quise visitar al autor.

La tía de mi nuera me llevó a su residencia mocana. Ella también nació y vivió en aquella ciudad abarrotada de gentes buenas y laboriosas. Quien entró por su puerta era el rastro de un fantasma sacado sutilmente de su cueva, con rostro enjuto, como los zombies.

Moca estaba de fiesta en un fin de año inolvidable y mi familia preparaba cenas y hacían historias.

Los mocanos no solo matan presidentes, sino también preparan alegorías. Digo, los buenos mocanos.

Una de esas tantas mañanas pueblerinas quedé multiplicado de amistad. El poeta me estrechó la mano con mirada sincera, de esas miradas inolvidables.

Lo que más admiré de Juan Alberto Peña Lebrón fue su irreductible resonancia. Era último poeta vivo de la Generación del 48, pero el mundo cultural dominicano en general y mocano en particular no lo frecuentaba como debía porque sabía cantarle las verdades a cualquier narcisista pretencioso. Publicó un primer libro de versos y no repitió la dosis. Sin embargo, en su valiosa biblioteca reunía al pie de página muchos versos y acotaciones de su puño y letra que habrían integrado un segundo tomo. Pero no lo hizo. Como buen abogado, Peña Lebrón sobrevivió gracias al derecho.

En nuestro primer encuentro le prometí regresar con un amplio cuestionario para llenar una o dos páginas del periódico.

Así lo hice.

Visitaba su casa con frecuencias. Llevé a los pasantes del Listín a conocerlo y compartir sus experiencias. Creo que presencia podía incluirse entre sus momentos preferidos. Nos sentábamos a conversar de letras, de Cuba, Moca y de mi experiencia con el entrenamiento a aquellos muchachos que recién salían de las aulas con un mudo por conocer. No dejaba pasar mucho tiempo sin irlo a visitar. Siempre me esperaba con una funda llena de zapotes, fruta preferida de mi madre.

Conocí su fallecimiento el pasado año 2022, pero no me atreví a escribir. Lo respetaba mucho para dejar como obituario un flechazo lisonjero. Hoy lo hago para evocar su impronta. Ojalá se entienda su mensaje humanista. Yo lo he hecho mío.

Nunca se le dedicó una Feria Internacional del Libro. Esa es otra de nuestras grandes verguenzas culturales.

II

En Santiago conocí a Dionisio López Cabral. Sabía llamar la atención por su personalidad humilde y descarnada, al estilo de un Juan Antonio Alix moderado. Era de armas tomar, sobre todo cuando las cervezas iban directo a su cabeza. Le gustaba la polémica y donde quiera que llegaba hacía historia por sus ocurrencias. Publicó opúsculos y plaquettes que escindía entre su camisa y obligo, los cuales sacaba a la luz cuando nadie lo esperaba y los vendía al mejor postor. Fue un poeta deslenguado y sin peinar. Nunca se supo a ciencia cierta donde vivía. Lo cierto es que aparecía y desaparecía por esas calles de Santiago preparadas para escoger fantasmas similares. Parte de su obra no fue escrita en forma de versos. Sí su propia vida, siempre inesperada, sorprendida, tocando temas prohibidos con gracia y desenfado. Fue el retrato de un tiempo donde los poetas salían al mundo sin antifaz, con olfato cuestionador de pedantes y rufianes.

III

Nelson Julio Minaya se quitó la vida como aquellos autores del siglo XIX atormentados por la falsa ilusión de encontrar otro mundo mejor.

Entró en el mar como Alfonsina Storni en su amada ciudad de Mar de Plata y salió de allí en forma de estatua que avisa el peligro de la destrucción.

Algo parecido le sucedió a nuestro poeta, nacido en Santo Domingo en 1948, pero con la diferencia de que había intentado partir a las galaxias en otras ocasiones. La suerte puedo acompa;arlo entences, pero no esta vez.

No fui su amigo ni lo frecuenté ni lo conocí hasta que una enfermedad lo postró en un camastro del Hospital de la Fuerza Aérea Dominicana, a donde fue a parar gracias a la impronta de un amigo que intentó salvarle la vida. Todo fue en vano porque al salir de allí y volverse a encerrar en sus propios problemas, una mañana se fue al mar para que las olas fueran su pasaje de ida.

Fui a verlo como gesto de apoyo de mis compañeros de una revista literaria donde colaboré. Allí encontré a un escritor educado, fino, amable, adolorido con quien entable un breve coloquio literario.

Me agradó publicarle algunos textos. Descubrí a un auténtico escritor, tal vez, un poco sobrevalorado por sí mismo.

Me contaron de su discreción, de los premios que obtuvo y de la no comprensión del mundo en que vivimos. Nada más. Pero de un solo encuentro conocí aquella mañana en el nombrado hospital un rostro rebelde, incomprendido, muy parecido al de la muerte.

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