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DOSSIER DE INVESTIGACIÓN

Tras la era del terror

CÓMO LA CÁRCEL FUE CAYENDO EN MANOS DE LOS PEORES CRIMINALES

Violencia. Un joven es llevado inconsciente por sus compañeros al área médica, desde uno de los pabellones del penal.

Violencia. Un joven es llevado inconsciente por sus compañeros al área médica, desde uno de los pabellones del penal.

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Javier Valdivia OlaecheaPenitenciaría Nacional de La Victoria

En “Alaska” hay un monumento dedicado a las hermanas Mirabal, que estuvieron recluidas un tiempo en La Victoria. El sargento José Lugo, vecino del lugar, lo sabe como lo supo su padre, también policía, que trabajó mucho más tiempo que él como custodio en el penal. Lugo también recuerda que la gente hablaba de un pozo en las inmediaciones, donde los enemigos de Trujillo eran arrojados para ser desaparecidos.

Juan Montero Trinidad, de 65 años y con una condena a 30, es posiblemente el interno más viejo de La Victoria, con exactamente 25 años cumplidos. Dice también que había un tanque con una escalera por donde tiraban a los internos muertos: luego se lo llevaron. “Trinidad”, como le llaman aquí, vio crecer desde la cárcel a sus 7 hijos, a sus 17 nietos. “Caí en el 91 cuando esta cárcel era una selva de hombres salvajes”, cuenta. “La Victoria tiene su historia. Yo he visto morir aquí a más de doscientas personas”: internos que no aguantaban el frío en “Alaska”, que morían de a dos en un baño que ahora es el Economato.

El catedrático Santiago de la Cruz, que ha recogido de primera mano el testimonio de varias personas, dice que a las 6:00 de la tarde los ezbirros de la Dictadura salían de la prisión con los cadáveres para desaparecerlos por Metaldom, en una camioneta manejada por un tal Guzmán, o para enterrarlos en una fosa común en un cementerio ubicado a la entrada del pueblo de La Victoria.

Fue un santiaguero, Melanio Pacheco, quien vio un día a tres muchachos, integrantes de una familia amiga de Santiago, presos políticos, a quienes mataron en La Victoria, y los sacaron de allí en una carreta jalada por caballos en la que sacaban la basura. Pacheco, que siguió al cortejo y colocó una cruz en cada tumba de los asesinados, se salvó porque se le ocurrió decirle a la autoridad que había hecho una promesa a su madre, de colocar una cruz a cualquier tumba que no la tuviera.

“En la cárcel murieron miles”, sentencia el catedrático de la UASD. “Frente a aquí (su casa queda a unos 200 metros del penal) mataron a muchísimos fugitivos”. Una noche, recuerda, su esposa sintió ruidos en la calle. De la Cruz escuchó que de fuera alguien suplicaba por su vida: “¡No me mate por favor!”, oyó decir, y luego otra voz que respondía con la crueldad exacerbada de un verdugo: “Tú te vas a fugar, pero al infierno”. 1

Algunos años después, en la guerra civil de Abril del 65, la Fuerza Aérea tomó control del penal, y en esa época también ocurrieron crímenes. Después llegaron los años de Balaguer, afirma De la Cruz, y no fue tan diferente a la de la era de Trujillo. “La mayoría de todos esos dirigentes (de izquierda) pasaron por aquí”: Plinio Matos Moquete, “el hombre más buscado en esos años”, “El Men” Jorge Puello Soriano, Maximiliano Gómez, “El Moreno”, Iván Rodríguez, acusado de espionaje, y de quien Balaguer dijo que no saldría de la cárcel mientras él fuera presidente. También Amín Abel Hasbún, Rafael Taveras, Rafael Guillén y Miguel Reyes Santana, entre cientos más.

Pero en los últimos años, De la Cruz también comprobó algunos abusos. En el 98, por los días en que las aguas inundaron el penal hasta el cuello debido al paso del huracán “Georges”, algunos presos se fugaron. Dos de ellos, que intentaron hacerlo con menor suerte aparecieron en el pueblo con las vísceras en las manos, dice De la Cruz, justo cuando varios camarógrafos que cubrían las incidencias se encontraban en el lugar. Luego la censura se encargó de borrar el episodio.

(7) Justo cuando empieza a caer un poco de lluvia, “Negrito”, el encargado de mantenimiento eléctrico del penal, apoyado en el muro del recibidor, suelta una frase del calibre de un profeta: “Esto es el infierno”. José Moreno, su verdadero nombre, tiene 60 años de edad y más de la mitad en el penal: 25 como policía y doce más resolviendo los problemas de La Victoria.

El ex agente justifica su comentario anterior en el hecho de que con “ocho mil y pico de gentes” malviviendo en este lugar, no puede ser de otra manera: muchos de ellos condenados injustamente, otros “pasando hambre, sin poder recibir un par de pesos, sin nadie que los visite”, sin contar los pleitos que se forman y que algunas veces acaban, inclusive, en la propia muerte.

“Yo llegué aquí un 2 de mayo, precisamente el Día de la Policía, del campamento para acá”, comenta Moreno, casi en la misma época en que otro personaje, “óapa”, ahora de 63 años y con residencia en “Los Galpones”, llegó por primera vez y en otras circunstancias.

“óapa” dice que es el “más viejo de la jugada”, que ha estado preso cuatro veces, y que su primera en La Victoria fue entre 1970 y 1974, cuando la mitad de los internos eran presos políticos y las celdas estaban casi vacías. A los políticos, agrega, los sacaban de madrugada y los llevaban en secreto al lugar que hoy es “Alaska”, y “a los que no mataron salieron de aquí y se hicieron famosos”.

Flaco, desgarbado, “óapa”, no revela su identidad y tampoco puede estarse quieto: moviendo la cabeza, mirando por detrás del hombro, dice que no confía ni en su madre porque sabe muy bien en dónde está. Casi ya a finales de los 80’s, cuando todavía había muchos dirigentes presos, el penal era liderado por un tal “Fafa”, y una banda, “Los óetas”. El espacio todavía quedaba grande y el lugar era muy peligroso. “Matar a un hombre era como comerse un dulce”, dice “óapa”. “Mataban dos o tres presos diarios”.

Entonces la alcaldía no estaba en el segundo piso, sino donde hoy es el “Área Médica”, y en la puerta de acceso al “Patio”, los internos imponían su ley con machetes y bates. “Poco pasa ahora”, resume el interno.

Fue el tiempo de “Caco” y de los “chamaquitos” buscando competencia desde Guachupita, Gualey, Los Guandules, TimbequeÖ La década del “que el que más tiene, más jala para su lado”. La banda de “Los Guandules”, recuerda, llegó a tener hasta 800 integrantes y fue la época en que los barrios “comenzaron a azotar a la capital”, tiempos de “Peculiar”, “Aquinito”, “Pegote” y “Cara Blanca”, este último convertido en vocero de los internos, y de la guerra que hizo la policía como un funesto Día de las Madres “en que barrieron a muchos reclusos”.

Comienza la última década del siglo XX con el “cansancio de los presos con la policía”, dice “óapa”, lleno de tatuajes como un cocodrilo y un Fusil Ametralladora Ligera en los brazos. Todavía quedaban presos políticos y un nuevo jefe policial llegó “con sus propios métodos: Abuso, hombres que morían nomás por los castigos”. Según recuerda, la Policía racionaba la comida, sólo había un día de visita (el sábado), y no más allá de la 1:00 de la tarde. “Cincuenta bandas peleando por el poder, y el poder tiene un precio. Vinieron (al penal) hasta juntas de generales. Eran tiempos en que los internos mandaban papelitos a la prensa para denunciar los abusos, y la época también de “Dany Colt 45” ó “Dany 45”, antes de que se fueran “yendo los muchachos” y entrara al “penal el negocio grande de las armas”.

“Trinidad”, el de los más viejos de La Victoria, vivió con “Danny 45” en “Alaska”, pero no estuvo presente el día que lo mataron. Lo que sí recuerda es el paso del coronel Benito Díaz Pérez, temido por muchos internos por su “puño de hierro”, y que según “Trinidad”, encaró al líder del penal: “Acá la 45 la tengo yo”, y le advirtió al mismo Montero, poco antes de irse: “Cuando yo me vaya de aquí, búscate otra cárcel”. A los tres meses de irse se armó el motín en el que se produjo la muerte del “famoso criminal”. 2

“Danny 45, la transformación de un hombre”, una página en Facebook especializada en el tema, dice que Jacinto Francisco de Los Santos, mejor conocido como “Radhamés” o “Danny”, nació en el barrio de Los Mina, Santo Domingo Este, en 1961. Hijo de Generosa y Gumersindo de Los Santos, fue criado junto a sus otros seis hermanos en un ambiente humilde, sostenidos mayormente por el esfuerzo de su madre que en 1965 quedó viuda. 3

Moreno también recuerda esos años, y un episodio en particular que ocurrió entre 1996 y 1997: los internos hicieron por “Veterano” varios túneles para escapar de la prisión, pero fracasaron en todos sus intentos porque el terreno sobre la que fue construida la cárcel es pantanosa. Fueron años violentos en la prisión, la época en que el penal era un solo gran patio bordeado por celdas, dice Moreno, que vivió dramáticos momentos de la prisión como el incendio en el comedor, en marzo del 2000, cuando reportaron oficialmente 16 muertos, aunque “Negrito” jura que fueron 29 los que él mismo contó ese día cuando pusieron los cadáveres en fila.

“A ‘Dany 45’ lo llevé yo mismo al hospital. Lo cocieron a puñaladas (y lo iban a quemar)”, dice Moreno sobre el interno más celebre que jamás pasó por La Victoria, por su crueldad y poder que mantuvo en vilo a la prisión por varios años. “Se atrincheró. Cuando lo sacaron de aquí no botaba una sola gota de sangre; le salía un líquido amarillento como le salen a los cerdos cuando los matan. Al llegar al hospital (lo llevaron al Moscoso Puello) la botó toda”.

Moreno está seguro, porque lo vio con sus propios ojos: le metieron entre 92 y 97 puñaladas. “Dany puso esto en la palestra”, afirma el ex policía. “Esa arbitrariedad de los presos ya no existe. Ellos eran los que contralaban la cárcel; la policía no entraba allí”. Se dice que incluso hasta violaban a la visita.

Las cosas empezaron a cambiar con la llegada de Díaz Pérez, “ni arbitrario ni corrupto”, dice “Negrito”. En esa época no había “goletas”, todos estaban juntos en una celda y hasta se les podía contar (tampoco había el hacinamiento que hay ahora). Había camas de guardia, de hierro, que Díaz Pérez las mandó a sacar porque los internos hacían cuchillos de ellas. Luego, en el primer gobierno de Leonel Fernández se lanzó un proyecto de rehabilitación y se empezaron a construir camas apiladas en la pared, empezando por los “Pasillos B y C”. 4

“Negrito” también estuvo en el huracán “Georges”, y vio cómo sacaron el cadáver del único policía que murió ese día. “Todavía tenía el fúsil agarrado con las dos manos”, dice. “No sé si (los internos) lo tiraron (al agua)”. Antes de “Georges”, “David”, en 1979, cuando “tuvieron que llevárselos de acá”. Después hubo otro, en la primera década de este siglo, pero ya no más. Quizá por tanta muerte Moreno asegura que el penal es “grimoso, tenebroso inclusive de día”. Con tantos muertos que tiene escondidos.

(8) La voz de un pastor se apaga de golpe en el megáfono y una canción cristiana tocada con güira y tambora toma su lugar, mientras el estribillo cadencioso se suma al silbido perenne de un condensador de vapor y al pitazo ocasional de un policía ocupado en su labores diarias a la entrada de La Victoria. La luz se fue a las 10:20 de la mañana y volverá exactamente a las 10:56, justo cuando un solo de tambores retumba en el patio del penal, en medio del ministerio, como si fuera el ritual blasfemo de una “fiesta de palos”.

Suena el timbre en la Vocacional, muy cerca de la cocina que filtra un fuerte olor a ajo y comida. Cerca de allí, Alejandro, de 20 años e interno de “Malvinas 1”, pasa con una bolsa plástica que lleva siempre en el costado por una puñalada que le dieron antes de llegar al penal. Pálido siempre, cansado de pedirle a todos, quiere que lo saquen de aquí para operarse: “Esto es el infierno”, dice el muchacho que vivía en Las Caobas y que cayó aquí por un atraco, asegura, que no quiso cometer. Un juez le dictó tres meses de prisión preventiva y lleva ya un año en la cárcel.

Más temprano, el alcaide Gilberto Nolasco estuvo metido de lleno en el proceso de envío de internos a la justicia. A esta hora, un hombre pasa por el ante-patio vendiendo aguacates en una carretilla, mientras Tolentino, custodio de la administración, tararea un tema de moda. “Es un día tranquilo”, coincide el policía, en el momento en que llegan las provisiones a la cocina: un camión rojo cargado de sacos de berenjena, zanahorias y papas que cuatro hombres descargan abajo, mientras un hombre menudo, de cierta edad, con barba y pelo blanco, lleva el control de lo que entra en una hoja que va marcando con detenimiento.

Se llama Elio Martínez y es el encargado del almacén y la cocina, que abre a las 5:00 de la mañana y cierra a las 5:00 de la tarde. Uno de sus asistentes dice que hoy se sirvieron 25 libras preparadas de cocoa y pan en el desayuno. Otros días serán 60 libras de avena, 140 libras de azúcar, 22 libras de leche y 30 de malagueta y vainilla, si hay disponible. Lo que se da en el desayuno generalmente se da en la cena, salvo los miércoles y domingos que son días de visita.

Dos tanques y tres cubetas dan para una mañana y un tanque por área. Para el almuerzo, que se sirve al mediodía, hoy hay locrio de salami con habichuelas. Mañana tocará la berenjena que ya está pelada y amontonada en el suelo, sobre sacos en la cocina: 1,000 y pico de unidades en total, a un lado de la entrada.

Lo que más se consume en el penal es arroz: En un día normal se preparan 8 sacos de 125 libras cada uno. Los días de visita siete porque la gente trae comida de afuera; cuando se hace sólo arroz blanco nueve: 1,000 libras de arroz diarios en promedio. En un día también se pueden preparar 3 libras y media de salami (30 a 25 unidades), 1,500 huevos, 100 libras de espaguetis y 200 libras de pollo según lo que se prepare.

En un día especial, generalmente los martes, Martínez, de 61 años, ordena que se prepare sopa: 25 libras de zanahoria, 60 libras de papa, 60 libras de fideos, 35 libras de auyama, 30 a 40 pollos y otro tanto de res, además de sus verduras correspondientes.

La comida que da la administración se conoce como “chao”, un viejo término que se mudó de los cuarteles a la cárcel y que tiene un origen bastante dudoso. Lo consumen entre 3,000 y 3,500 internos en el comedor, alrededor del 25% de la población del penal, dice Martínez, quien con casi 17 años al frente de la cocina cree que “chao” data de los tiempos de Trujillo y que el término se refiere a una “comida muy corriente” que le daban a la guardia. De lo que sí está seguro es de que la comida que se servía antes en La Victoria tenía demasiado condimento.

El almuerzo se sirve entre una hora y hora y media. Los internos empiezan a hacer la fila afuera del comedor desde las 11:00 de la mañana. Luego entran y se sientan en bancas (y algunas veces) en las mesas de concreto que hay en el lugar. Antes del mediodía, uno duerme semidesnudo, ajeno a lo que pasa en la cocina: cinco hombres remueven calderos inmensos de arroz y habichuelas que servirá otro grupo de “colaboradores” del penal.

Martínez dice que ha habido cambios en La Victoria. “Ese ódice refiriéndose al almuerzo de hoyó es un verdadero ‘chao’”. El encargado de la cocina come lo que sirve: bajo en grasa y poca sal: dos galones de sazón, dos libras y media de ajo, dos paquetes de caldo de pollo y, dependiendo de lo que se trate y de lo que haya, salsa china, bija, orégano y china (tres galones) para darle sabor a la comida. Eso sí, la pimienta está prohibida porque a alguien se le ocurrió que eso “calentaba” a los internos.

El encargado de la cocina también está consciente de que la supervivencia es lo más importante en la vida: “Aquí yo aprendí lo que es un ser humano”. Rayando las 12:00, los custodios abren la puerta del comedor: un inmenso galpón techado, alguna vez pintado de blanco, que en los peores tiempos del penal duró unos años como celda y luego fue convertido nuevamente en comedor. Los primeros se arremolinan en las bancas ubicadas cerca del lugar donde se sirve la comida, mientras Severino, uno de los custodios a cargo hoy, pone orden y recrimina a un joven revoltoso al que otro agente reduce con un golpe en la cabeza.

“El trabajo más fuerte de la cárcel es la cocina”, dice Martínez, al frente de once colaboradores, incluyendo a su segundo, Diómedes Encarnación, “olvidados” todos según el jefe, porque si viene por ejemplo una “bendición” (la ayuda que traen las iglesias de afuera), sus ayudantes no la reciben. “Yo estoy aquí porque quiero”, agrega el encargado, que llegó al penal como panadero: tres meses sin paga “pero ya estaba metido aquí”, y terminó acostumbrándose.

Martínez también trata de derrumbar el mito de que el “chao” es malo. No lo es, en realidad, si se sirve en buenas condiciones. Según el encargado del área, la razón está en que antes lo traían de los Comedores Económicos, que lo hacían muy temprano y se malograba en el tiempo que lo transportaban a la cárcel y lo servían a los internos. El primer tanque es traído de la cocina al área de servir a las 12:05 (son dos en total), y ocho minutos después tres internos empiezan a servir la comida.

Los custodios llaman a los primeros que pasan sus platos (depósitos de cualquier tipo, desde cantinas de las que venden en los supermercados hasta latas medianas de salsa de tomate, galones de cloro cortados por la mitad, revistas y fundas plásticas) a través de una reja donde dos “colaboradores” sirven por dentro, rápidos y autómatas, el moro con dos platos de “fon” gastados, mientras la fila avanza, dobla a la izquierda y encuentra otra reja donde otro interno sirve la “compaña”, hoy habichuela blanca traída en dos grandes ollas de metal.

“Alex”, uno de los “colaboradores”, hombre robusto y tatuado, toma una pala de metal y remueve el arroz en un proceso que implica turnos por el agotador sistema. Afuera, Reyes ayuda a Severino a mantener el orden, pero deben llegar refuerzos en un día aparentemente tranquilo. 25 minutos después viene un “colaborador” de la cocina y rellena uno de los tanques azules con una cubeta adicional de moro. Y luego el “concón”, que sólo disfrutarán los últimos internos que quedan en el lugar.

Severino, atareado hasta más no poder, pregunta si queda más, y ante la respuesta afirmativa de los que sirven la comida hace pasar a más personas que celebran con honesta algarabía la noticia coreando el sobrenombre del custodio: “¡Muñecón!”, “¡Muñecón!”Ö Hasta que se acaba la habichuela y el arroz, y un interno en el comedor, ahora silencioso y desolado, barre los restos del “chao” que se cayeron en el camino.

NOTA DEL EDITOR Los autores de este trabajo, el reportero Javier Valdivia y el reportero gráfico Jorge Cruz, ingresaron durante un mes a la Penitenciaría Nacional de La Victoria para conocer de cerca la situación que viven poco más de ocho mil internos, y los cambios que la administración del penal, pese a la resistencia de un sistema violento y corrupto, viene introduciendo en los últimos años.

Durante todo el mes de febrero, ambos periodistas del LISTÍN DIARIO, bajo la iniciativa del procurador general de la República, Francisco Domínguez Brito, y la plena colaboración del director de Prisiones, Tomás Holguín; del alcaide de La Victoria, Gilberto Nolasco, del jefe de seguridad de la prisión, coronel Marino Carrasco, de su personal y de un grupo de internos, Valdivia y Cruz pudieron recoger de primera mano —y sin censura de las autoridades— testimonios, escenas y situaciones que han traducido en este reportaje de siete entregas.

Aglomeración. Un grupo de internos pugna por entrar al comedor por una pequeña reja que es abierta como a las 11:30 de la mañana.

Sobrevivencia. Dos "colaboradores" de la cocina sirven el "chao", el almuerzo que el penal sirve gratuitamente cada día a entre 3,000 y 3,500 personas.

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