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HOMILÍA

El Cardenal llama a dialogar con jóvenes

HOMILÍA PRONUNCIADA EN LA ORDENACI”N DE DIÁCONOS Y COLACI”N DE MINISTERIOS Cumaná, Venezuela. Jueves 26 de noviembre de 2015

Cumaná, Venezuela Comienzo mis palabras agradeciendo al Santo Padre Francisco que se haya dignado nombrarme su Legado Pontificio para las celebraciones jubilares que tendremos en Cumaná, Venezuela, durante esta semana, y fiel a las recomendaciones del Papa, en la Carta en que me designa Su Enviado, en su nombre saludo cariñosamente a todos los que participan en esta Eucaristía en la que tendré el placer de Ordenar de Diáconos y Conferir Ministerios a este grupo de jóvenes como me lo ha pedido el queridísimo hermano Arzobispo de Cumaná y Presidente de la Conferencia Episcopal Venezolana, Su Excelencia Reverendísima Monseñor Diego Padrón Sánchez.

Cuánto nos alegra, queridísimos seminaristas, presentarlos hoy al Señor como ofrenda grata, la mejor que este pueblo podía hacer al mismo Jesucristo, en la víspera de la celebración de los 500 años de evangelización en estas tierras venezolanas.

Nos congratulamos con ustedes, sus familias, su Diócesis, sus comunidades, sus parroquias y, naturalmente, con los seminarios donde se han formado.

Las lecturas escogidas para la celebración están tomadas la primera del libro del Profeta Isaías, en que el mismo profeta cuenta su vocación: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del SeñorÖ para consolar a los afligidos”. Una hermosa llamada de parte del Señor, que en el Nuevo Testamento señala el mismo Jesús en la Sinagoga que esa profecía se cumple en Él.

En realidad, toda vocación proviene del Señor, tanto el hombre como la mujer son llamados por Él para desempeñar una misión específica. Así encontramos en las páginas bíblicas innumerables vocaciones de los patriarcas, profetas, reyes, apóstoles, evangelistas, etc., personas todas a las que Dios señala una tarea concreta.

El profeta puede estar tranquilo porque el Señor garantiza la eficacia de la misión.

No puedo dejar de hacer una referencia a la segunda lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles, donde aparece la selección de los primeros diáconos, ministros servidores de la comunidad, como ministerio del que asiste al Obispo y sirve a la comunidad cristiana, lo mismo atestigua Pablo en varias de sus cartas.

Una conclusión que se saca en seguida leyendo este texto, es cómo los apóstoles son conscientes de que su primera responsabilidad era la proclamación de la palabra y la oración por la Iglesia; al crecer entonces el número de personas que se iban bautizando, crecían también las necesidades, y naturalmente, crecía la obligación de las comunidades con ella. Así que los apóstoles sintiéndose, digamos así, desbordados por un sinnúmero de solicitudes, decidieron repartir responsabilidades y escogieron, o mejor dicho, hicieron que las comunidades presentaran a estos siete hombres cuyos nombres ustedes oyeron, para constituirlos en sus auxiliares, en sus ayudantes.

Fíjense ustedes cómo los apóstoles, los primeros pastores de la Iglesia, los que recibieron inmediatamente de Jesús la encomienda de dirigirla y pastorearla, cómo ya comienzan a dar un bellísimo testimonio de reconocimiento de carismas distintos dentro de las comunidades. Los apóstoles son los primeros que saben que dentro de la comunidad eclesial hay mucha gente que pueden ejercer funciones en beneficio de la comunidad o de las comunidades, sin que objete esa distribución de responsabilidades a la que a ellos les correspondía como pastores y como representantes de Jesucristo.

Conforme enseña el Concilio Vaticano II en la Constitución “Lumen gentium”: “Es oficio propio del diácono, según le fuere asignado por la autoridad competente, administrar solemnemente el bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, asistir al matrimonio y bendecirlo, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y la oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir el rito de los funerales y sepultura. Dedicados a los oficios de la caridad y de la administración, recuerden los diáconos el aviso del bienaventurado Policarpo: “Misericordiosos, diligentes, procediendo conforme a la verdad del Señor, que se hizo servidor de todos” (No. 29).

Como puede verse, son muchas y nobles las funciones que la Iglesia atribuye al diácono, sobre todo en lo que se refiere a la celebración de los sacramentos y al ministerio de la Palabra en el que no se limita sólo a proclamarla sino también a instruir y exhortar al pueblo; esto supone una íntima familiaridad con la Sagrada Escritura estudiándola con amor, orando con ella y preparando lo que debe darse como enseñanza al pueblo de Dios.

Los Santos Padres cuando alaban la dignidad del diácono “no dejan de resaltar las dotes espirituales y las virtudes que se requieren para ejercer tal ministerio, es decir, fidelidad a Cristo, integridad de costumbres y sumisión al Obispo”.

San Ignacio de Antioquía afirma que la función del diácono no es otra cosa que el ministerio de Jesucristo, que estaba al principio junto al Padre y se ha revelado al final de los tiempos”.

En el evangelio encontramos el relato que presenta San Marcos de la petición que se acercan a hacer a Jesús Santiago y Juan, hijos del Zebedeo y cómo Jesús recalca la misión del que desea consagrarse, a la que están llamados ustedes que hoy reciben la colación de un Ministerio en su Iglesia y para los que serán Ordenados Diáconos de hoy nos refiere: “ÖJesús reunió a los Doce y les dijo: “Ya saben que los jefes de las naciones las gobiernan como si fueran sus dueños y los poderosos las oprimen. Pero no debe ser así entre ustedes. Al contrario: El que quiera ser grande entre ustedes, sea su servidor, y el que quiera ser el primero, sea el esclavo de todos, así como el Hijo del Hombre, que no ha venido a que lo sirvan, sino a servir y a dar su vida por la redención de todos”.

Y el autor de la obra Didascalía Apostolorum, recordando las palabras de Cristo “el que quiera ser mayor entre vosotros, hágase vuestro servidor”, hace esta exhortación a los diáconos: “Del mismo modo debéis comportaros vosotros los Diáconos, de tal manera que si en el ejercicio de vuestro ministerio fuera necesario dar la vida por un hermano la deisÖ, pues si el Señor de cielos y tierra se hizo nuestro Siervo y sufrió pacientemente toda clase de dolores por nosotros, ¿no deberíamos nosotros hacer lo mismo por nuestros hermanos, desde el momento que somos los imitadores de Cristo y hemos recibido su misma misión?” (Cfr. Carta Apostólica de S.S. Pablo VI sobre Algunas Normas relativas al Sagrado Orden del Diaconado).

Pero hay otros magníficos testimonios en San Justino, Tertuliano, San Cipriano, etc., de cómo floreció el diaconado en los primeros siglos, dando a la vez pruebas de amor a Cristo y a los hermanos en el cumplimiento de las obras de caridad, en la celebración de los ritos sagrados y en la práctica de las funciones pastorales.

De suerte que conferimos hoy a estos jóvenes un preclaro ministerio y pedimos al Señor que los capacite para que lo ejerzan con dignidad.

Nosotros vamos a repetir el mismo gesto de los apóstoles, imponer las manos y orar para incorporar a estos jóvenes al ministerio del diaconado. Esperamos que el Señor los consolide en su fe, bien definidos en su vocación, bien definidos en su obediencia a la Iglesia, que testimonien a Jesucristo, que plasmen en sus vidas el ideal de ser auténticos sacerdotes, una vez ordenados como tales.

Ustedes serán mensajeros de la Buena Nueva cuando tantos proclaman y vaticinan un porvenir nada promisorio. Así serán igualmente testigos de la esperanza en la medida en que estén cerca de los hombres y mujeres a quienes les toque servir, enseñar y santificar, y los escuchen con atención y paciencia. Una virtud muy necesaria en el ejercicio de su ministerio es la misericordia, la compasión frente al sufrimiento físico, espiritual y moral de tanta gente, como consecuencia de las enfermedades, del pecado personal y familiar, y de las barbaridades que a diario se cometen en el mundo. Basta mostrarse disponibles para atenderlos y darse cuenta en seguida del cúmulo de penas, angustias y hasta desesperación en que están sumidas incontables personas.

Sí queridos ordenandos, sean hombres misericordiosos, escuchen a la gente y jamás rehúsen extender la mano a quien se dirige a ustedes suplicando comprensión y ayuda.

Algo que puede ayudarnos en nuestra vocación es la conciencia de nuestra hermandad en Jesucristo, todos participamos de su mismo sacerdocio y pertenecemos al mismo presbiterio o comunidad religiosa. Cuando nos reconocemos auténticos hermanos, las relaciones son más espontáneas y duraderas. El sacerdote hermano es un amigo que se quiere y se aprecia, que sabe colaborar y con quien se puede contar.

Otra realidad que a todos nos interesa y preocupa es el creciente número de jóvenes con múltiples inquietudes, problemas, aspiraciones, descontentos y hasta rebeldía, frente a todo lo que se les viene encima y que no siempre tienen capacidad para entenderlo, una realidad que escapa a su control y que se les impone.

Tenemos que dialogar con la gente joven, en muchos de ellos hay grandes deseos de superación, pero necesitan acompañamiento, orientación y consejo.

Sé también que, a pesar de las apariencias contrarias en muchos de ellos, hay una amplia receptividad al mundo religioso, tenemos de crear respuestas válidas y creíbles para ellos. Cuando hablo de los jóvenes no podemos olvidar a la familia, el núcleo en que muchos han nacido y crecen. Demos apoyo a padres y madres, y a las familias incompletas que son muchas.

No podemos olvidar, queridos ordenandos, la realidad cultural del mundo actual, es sin duda uno de los más serios desafíos que encontrarán en su ministerio. El mundo avanza y cambia vertiginosamente, no siempre conciliando la dimensión tecnológica con la humana, por eso nos encontramos con tremendas contradicciones, por ejemplo, hay personas que se aficionan al mundo de las computadoras y, a través de la red Internet, cultivan amistades e intercambian frecuentes mensajes con otros, pero no conocen al vecino y menos le tratan, como tampoco comparten con su familia por estar en una diaria “navegación” por esos mares.

Hoy se vive a la carrera, en permanente tensiones, se promueve todo, incluso lo peor, con tal de que reporte ventajas económicas o simplemente placer.

Es necesario observar los nuevos areópagos del mundo contemporáneo, como nos ha insistido el Papa Francisco, los centros culturales, las universidades y otras muchas instituciones, los organismos en que se toman las decisiones que afectan a la humanidad. Hay que conocerlos y estudiarlos porque su vida y su acción no pueden sernos extraños.

En este sentido, sean ustedes hombres de estudio, nunca abandonen este hábito que se ha demostrado tan útil a través de la historia y fomenten el hábito de leer la vida de los santos y otras obras útiles.

Muéstrense siempre sensibles a las necesidades de la gente, procuren en todo momento establecer excelentes relaciones con todos los laicos, hombres y mujeres, que serán sus colaboradores. Cultiven muy diversas virtudes y prácticas, comenzando por la oración diaria, sencilla y filial, en que nos comunicamos cariñosamente con Dios nuestro Padre, a través de Jesucristo en el Espíritu Santo. Sean hombres de profunda fe, responsables en todo lo que se dice y se hace; trabajadores incansables sin concesiones a la pereza; abiertos a todas las necesidades de sus hermanos, afables, respetuosos y dignos en la forma de tratar a los demás; del culto, que es la razón de ser de su ministerio velando por la dignidad y belleza de las cosas sagradas que manejan.

Terminemos invocando a María, Estrella de la primera y de la nueva evangelización. A ella, que siempre esperó, confiamos nuestra esperanza. En sus manos ponemos nuestros afanes pastoralesÖ Que Ella nos ayude a anunciar a su Hijo “¡Jesucristo ayer, hoy, mañana y siempre!”.

Queridos seminaristas, concluyo invitándoles a dar gracias al Señor por el don inmerecido de su vocación, a comenzar su ministerio diaconal con entusiasmo y esperanza, ofreciéndose a sus Obispos y Superiores con gran disponibilidad para todo lo que puedan necesitar de ustedes. Y a esta asamblea, les invito a orar por estos jóvenes que han optado por el Señor para que sean fieles a su llamado y sigan el plan que el mismo Cristo les irá trazando.

Finalmente, reitero a mi hermano en el Episcopado S.E.R. Mons. Diego Padrón Sánchez, mi profundo agradecimiento por su amable invitación a presidir estas Ordenaciones.

Continuemos, pues, con nuestra celebración.

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