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Gravísima denuncia

Lo que hasta ayer era rumor oficioso, ha cobrado verosimilitud: el presidente de la Junta Central Electoral revela que ha recibido presiones del embajador de Estados Unidos en el país, James Brewster, acompañadas de la amenaza de cancelarle su visa para entrar a territorio norteamericano.

¿En qué habrían consistido esas presiones?

El presidente de la JCE, doctor Roberto Rosario, no las explicó, pero dijo que las “relaciones ríspidas” entre ese organismo y la embajada estadounidense son el resultado de una debilidad institucional de la Junta y del Estado, que permitieron en diferentes circunstancias que “delegaciones diplomáticas se creyeran con más autoridad” que el tribunal electoral y que, en consecuencia, tuvieran frecuentes injerencias en su quehacer.

Para un buen entendedor, pocas palabras bastan.

Aun cuando el magistrado presidente de la JCE alega que las relaciones entre esa institución y la embajada “se han normalizado”, no deja de ser grave el hecho admitido por él de que recibió “presiones” y amenazas de ser castigado con la anulación de su visado norteamericano, medida que sólo se aplica a extranjeros que han delinquido o que han cometido actos penalizados por las leyes de esa gran nación.

Si la amenaza de la suspensión de la visa se hubiese materializado, entonces habría que atribuirla a una retaliación de tipo político, hecho que sería igualmente grave o más que el uso de presiones para condicionar o modificar decisiones de un ente autónomo del Estado, como es la JCE, por parte de un Estado extranjero, en franca y grosera violación de las normas internacionales que prohíben dichas intromisiones.

Aunque el magistrado Rosario crea superada esa rispidez, lo cierto es que la debilidad institucional del Estado dominicano que ha prohijado y tolerado estas intromisiones no ha sido superada.

Aquí abundan los salameros que gustan de actuar como serviles, gratuitos o pagados, de gobiernos o agencias extranjeras. Carentes de dignidad, aceptan dócilmente que cualquier embajador, más si es del poderoso Estados Unidos, les trace pautas sobre cómo deben actuar o, en última instancia, les impongan sus reglas y caprichos con “ultimátums”.

Esa flaqueza es lo que ha permitido que, a lo largo de la historia, algunos embajadores norteamericanos hayan actuado como si fueran procónsules ante unos interlocutores que, para deshonra de la República y de sus fundadores, se han dejado adocenar y atar las manos, salvo muy contadas excepciones, a la hora de tomar decisiones y cumplir con las responsabilidades que la nación les ha confiado.

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