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Las leyes del país, rumbo al colapso

El país está perdiendo su fortaleza institucional, a la vista de todos. Y, penosamente, con la irresponsable aquiescencia o consentimiento de muchos.

Se decía que muchas leyes se habían convertido en un simple pedazo de papel. Eran algo, al menos. Ahora son letra muerta, de difícil resurrección.

Existen literalmente muchas leyes, pero nadie se siente comprometido a hacerlas valer, mucho menos si en su aplicación se lesionan intereses poderosos. Basta con asumir el axioma de las dictaduras: al amigo sumiso, todo; al enemigo, el reglamento o nada.

El principal punto de quiebre de la institucionalidad dominicana, es decir, del orden que crea y sustenta las instituciones que regulan el accionar de la sociedad en base a normas y reglas de obligado cumplimiento, comienza por la Constitución misma cuando se incumplen sus mandatos o cuando estos se interpretan acomodaticiamente según las conveniencias de los que tienen más poder.

El desprecio y la ignorancia adrede de otras leyes adjetivas ha ido minando la base o el soporte de nuestras instituciones, y no es necesario que las mencionemos una por una, porque aquí todo el mundo puede percibir esa anormalidad a través de muchos ejemplos consuetudinarios.

Es lo que estamos viendo en el caso de leyes elementales o fundamentales, como las de tránsito y la de migración; como las penales cuyas sentencias no se hacen efectivas; como las que castigan la corrupción administrativa, la venalidad de magistrados y fiscales o el tráfico de influencias, las evasiones fiscales y los contrabandos y otros tráficos ilícitos.

Pero el daño a la institucionalidad se hace mayor en la medida en que los rectores del sistema, que provienen mayormente de las loterías partidarias y electorales, entran en complicidad para hacerse los indiferentes cuando las leyes no responden a sus intereses ni a sus maquinaciones codiciosas, o bloquean su aplicación, a la franca.

Sin querer parecer pesimistas o exageradamente hiperbólicos, creemos que el país está entrando en un sendero en el que la institucionalidad, con todo el andamiaje constitucional y legal que debe sustentarla y que olímpicamente se ignora o se echa de lado, forzosamente hace malabares para evitar sucumbir al precipicio al que lo estamos llevando, consciente o inconscientemente.

De ahí al Estado fallido hay un centímetro de distancia.

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