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EDITORIAL

La Cumbre del Clima

La Cumbre sobre Cambio Climático, que se inaugura hoy en París, es un escenario de irremediables compromisos para una humanidad en franco peligro.

Lo mejor que tiene el encuentro de los líderes mundiales es que la amenaza de una degradación de la vida humana por efectos del calentamiento de la tierra no es problema exclusivo de uno o más países, de una región o continente, sino de todo el mundo.

Y, en consecuencia, nadie puede quedarse de brazos cruzados ni mantenerse ajeno a los compromisos que se asuman, porque el dejar pasar o el dejar de hacer sería francamente un suicidio.

El principal reto es crear un fondo global para fi nanciar todos los estudios y proyectos tecnológicos, científi cos y culturales que ameritan ponerse a punto para ir reduciendo las emisiones de gases de efecto invernadero, que son las que han ido debilitando la capa que fi ltra los rayos solares que recibe la Tierra.

Si esta capa sigue siendo perforada, entonces la intensidad de esos rayos será mayor. Provocará el deshielo de los polos y glaciares, calentará la temperatura del planeta y distorsionará todos los ciclos vitales, poniendo en peligro la agricultura, la vida humana y animal, en la tierra o en el mar.

Es decir, que la amenaza persiste para todos los países y que no estamos ante una suposición sin fundamento ni una fi cción.

Es más, sea cual sea el nivel de compromiso global que se adopte en esta cumbre, es deber irrenunciable de cada uno de los países contribuir, con sus propios recursos y medidas, a proteger sus ecosistemas, a cambiar muchos patrones de conducta humana vinculados a la explotación de dichos recursos, y, a establecer nuevas y más apropiadas regulaciones.

Naturalmente, el esfuerzo debe ser concentrado, bien focalizado y ejercido, porque de nada valdría que de manera dispersa y poco sincronizada unos países controlen las emisiones, mientras otros, especialmente los más responsables de la contaminación ambiental, sigan perpetrando estos atentados a la naturaleza, solo por el afán de ganar más dinero y poder en la explotación inmisericorde de esos recursos o en el desarrollo de tecnologías y procesos que degraden aun más la calidad de vida de nuestra “Casa común”, que es la tierra, magistralmente descrita por el Papa Francisco en su histórica encíclica “Laudato, sí”.

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