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EDITORIAL

Un “derecho” que no existe

El nivel de ayuda, de inversiones o de cooperación que un país ofrezca a otro no le da derechos a sus representantes diplomáticos en la nación receptora para inmiscuirse en sus asuntos internos ni para dictar órdenes o recomendaciones sobre lo que debe o no debe hacer en el manejo de la cosa pública.

La Convención de Viena, vigente desde hace 51 años, establece en su artículo 41 que los jefes de misiones diplomáticas extranjeras “están obligados a no inmiscuirse en los asuntos internos del Estado” en el cual están acreditados.

A lo sumo, la convención les reconoce, entre sus funciones, las de proteger los intereses del Estado al que representan así como los de los nacionales de ese país “dentro de los límites permitidos” en el Derecho Internacional, no la de arrogarse una capacidad mayor, como la de intervenir en cuestiones que competen a la soberanía del país receptor, en base a la existencia o preeminencia de esos intereses.

Partiendo de una interpretación acomodaticia y evidentemente desafortunada de estas atribuciones, el embajador de Estados Unidos, James W. Breswter, ha querido justificar sus frecuentes intervenciones, por medio de declaraciones, charlas o reuniones de trabajo con funcionarios del Estado dominicano, como un “derecho” adquirido y en el colmo de la arrogancia imperial ha pedido a quienes lo critican “que vayan a la Embajada y nos devuelvan la visa”.

Esta última expresión ha sido recibida como inaudita e impropia en labios de un embajador, y más que nada del embajador de los Estados Unidos, un país en el que el principio a la libre expresión de las ideas, las críticas inclusive, se constituye en pilar sagrado y fuente de su esplendente democracia, basada en la pluralidad y la libertad. Es preciso aprender de la historia contemporánea, que nos enseña que es más útil fomentar la amistad y no la discordia en las relaciones entre países, no importa las desigualdades en términos económicos o en otros niveles de poderío geoestratégico que puedan diferenciarlos.

En un marco así se propician los entendimientos y la buena coexistencia y las relaciones pueden avanzar en un clima de confianza y de seguridad, evitando excesos o actitudes de prepotencia como las que suelen acompañar los actos de ingerencismo o las presiones dirigidas a cambiar políticas e imponer reglas a contrapelo del soberano derecho que tiene un país a decidir, por sí mismo, su destino.

Con Estados Unidos nos unen muchos elementos y valores que refuerzan esta excelente relación. Hemos sabido re-encauzar caminos a pesar de haber sufrido dos humillantes intervenciones militares norteamericanas y de haber superado las consecuencias que se derivan de los errores cometidos, en el pasado, por otros embajadores que se creyeron pro-cónsules y que actuaron bajo la premisa equivocada de que el “librito” del imperio se lee y se aplica igual en todas partes.

No es oportuno reabrir heridas que se han cerrado ni permitir o propiciar, por asomo, que estos elementos de coincidencias y valores queden abrumados por confusiones o distorsiones en el papel que deben jugar los diplomáticos norteamericanos o de cualquier otro país, claramente definidos por la Convención de Viena, la que todos debemos hacer valer.

Porque, en definitiva, el respeto al derecho ajeno y la dignidad de un país valen más que una simple visa.

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